Siempre
he querido tener una buena vida. Al lado de mi marido, con el que compartir
tantas cosas desde la adolescencia. Vivir cada momento como si no hubiera
mañana. Tenerle siempre a mi lado para lo bueno y para lo malo, poder contarle
mis secretos más íntimos. Alguien que aparte de ser mi marido, sea mi mejor
amigo. Quería vivir la vida hasta que me faltase el aliento, cometer locuras.
Subir durante la madrugada la montaña más alta hasta llegar el mirador, y mirar
durante horas esa preciosa imagen que quedaría grabada en mi cabeza durante
años. Pasear por la playa a altas horas de la noche, cuando no hubiera nadie,
descalza para sentir la arena entre mis dedos. Hacer un viaje al extranjero
para aprender el idioma y las costumbres de ese país (y, ¿por qué no? Hacer más
viajes a diferentes sitios). Quería exprimir el jugo de la vida. Quería tener
dos hijos, Oscar y Julieta, en una casa en las afueras de la ciudad. Y también
un perro labrador, da igual si es de raza original o no, sólo me importaría que
hiciera feliz a cada uno de los miembros de la familia. Quería enseñarles a mis
hijos el valor de la vida, que aunque esté llena de obstáculos, finalmente
seremos recompensados. Como yo he tenido esa suerte. Parece una vida de
ensueño, pero puedo decir con toda satisfacción que a mis 70 años he vivido
cada uno de esos momentos. He sido feliz, aunque he sufrido alguna vez en la
vida, eso es algo inevitable. Pero adoro cada instante que he visto con mis
propios ojos. Sigo enamorada como el primer día de mi marido, me siento
orgullosa por como he educado a mis dos hijos (quienes me han dado dos preciosos
nietos cada uno a los que amo con toda mi alma). He aprendido que la felicidad
es difícil de encontrar, pero no imposible. Es un largo camino por recorrer,
pero una vez que finalizas no te importa todas las lagrimas que has tenido que
derrochar. Puedo decir, tranquilamente, que no temo a la muerte... porque ya he
vivido todo lo que he tenido que vivir.